EL NEGRO MORALES,
BEISBOLISTA Y NAVISTA POTOSINO
Por
Miguel A. Izquierdo Sánchez
Morelos
I
A toda
velocidad
Gran pítcher de
velocidad y control como era, tenía por diversión acercar la bola al pecho y a
la cabeza de los bateadores, provocándolos, y a más de uno metiéndoles miedo, buscando
el punto hasta que alguno se defendía con reclamos a gritos o aventándole el
bate. Él estaba preparado para responder
con los puños, ante la rayada de madre del bateador o para esquivar el bate de
encino. Parecía feliz con que le buscaran pleito, sonreía mientras sus
compañeros de equipo se preocupaban por los trancazos que vendrían y por el
peligro de las patadas con spikes. A
él le encantaba el flujo creciente de adrenalina conforme se calentaba el
pleito, de hecho ése era el clímax de su juego.
-¡Negro!,
¡Negro!, -le gritaba su mánager, único a
quien de vez en cuando obedecía una vez iniciado el pleito. Pero el Negro ya iba como de fiesta,
arremangándose la camisola para el trompo que se iba a dar con el bateador. Cuando alcanzaban a detenerlo antes de darse a
golpes, sólo decía:
-Fue él quien
empezó…deténganlo a él.
O bien:
- ¿No oyeron
que me rayó la madre? ¿¡A poco es para
dejarse!?
Y luego,
mientras trataba de quitarse de encima al cerco de compañeros que lo alejaban
del home, hasta donde había llegado para darse de trompadas, decía al bateador
ofendido
- A ver, repite
lo que dijiste…
Por eso no es
de extrañar que aunque era un pitcher dominante, rara vez terminaba un partido,
no por irlo perdiendo, sino por irlo ganando y silbarles a sus contrincantes,
curvas con pelotas que les rondaban las narices, las orejas y la barbilla. Le
sobraban agallas.
II
El Negro
Morales era un joven mecánico muy reconocido por sus trabajos en autos de todo
tipo. Vivía con su hermano y su mamá a
dos cuadras del Santuario de Guadalupe, en San Luis Potosí. Por razones que yo
no supe de niño, pasó cerca de ocho días debajo del coche de mi padre, haciéndole
una reparación mayor. Después supe que le
hizo un ajuste. Lo que nadie me explicó
por esos días era por qué unas sábanas colgaban de las rejas del portón de
nuestra casa del barrio de San Miguelito, justamente esos días que él estuvo
ahí, prácticamente escondido. Porque era
evidente que se aseguraba de que nadie de fuera estuviera cerca del portón
cuando salía por debajo del motor, al
baño o a comer. Si no, ¿por qué nos
dijeron a todos en casa que si llegaban a preguntar por él deberíamos decir que
no estaba ahí? Eran los días en que
estaba el movimiento navista en su auge en San Luis Potosí.
III
Treinta años
después le pregunté a mi padre por qué había escondido al Negro Morales en
nuestra casa. Comentó:
“El movimiento
navista llegó a un punto en que viendo la cerrazón gubernamental hacia sus planteamientos,
tomó la decisión de hacer explotar unos artefactos en la subestación
eléctrica. El responsable de la
operación era el Negro Morales. La
operación tuvo que abortar pero llegó a oídos del gobierno y hubo que
esconderlo. Más adelante lo apresaron y
quedó decepcionado por haber recibido muy poco apoyo cuando estuvo
encarcelado. Lo torturaron en la cárcel,
le hicieron ahí “el pocito” con “Agua de
Lourdes”. Aunque lo liberaron, tuvo que salir de San Luis huyendo de la
represión, sin protección alguna. Nunca
se liberó de ese sentimiento de abandono por quienes con él prepararon o
decidieron la acción fallida que lo llevó a la cárcel”.
IV
Era una gran
mazorca su risa abierta, sus labios gruesos, prieto su color. Dicharachero, juguetón. Su tórax era enorme, de mecánico, sus manos
fuertes como pinzas para el apretón con que saludaba. Su lanzamiento preferido era el “dos”, una recta que resoplaba al llegar al home y
que hacía arder el guante de su cátcher, Mantequilla. Desobediente a las recomendaciones de
lanzamientos de Mantequilla, el Negro le avisaba con la cabeza que no y que no,
hasta que sólo restaba como opción de tiro la recta pegada al pecho o cabeza
del bateador. Era un signo claro de que
el Negro se había aburrido de dominar a los contrarios y que ahora quería divertirse
y poner a todo el equipo en juego, en la batalla campal a puñetazos. Si no se
le sacaba a tiempo, ejecutaba puntualmente su plan de acción.
¡Ay El Negro!,
dice aún su ex mánager… ¡Le encantaba el peligro! ¡arriesgaba todo para que con
el peligro le bullera la sangre!
V
Tensión en la lomilla
El Negro Morales no
sólo dominaba a sus contrincantes con pichadas rápidas, lentas, curvas y
engañosas. Tenía un especial sentido del
clímax beisbolístico, cuando un solo tiro podía definir el juego, la temporada,
la serie final. Él buscaba ese momento,
lo iba preparando, contribuyendo al drama, dando una oportunidad aquí, cerrando
opciones por acá, asustando por allá.
Y justo cuando todo mundo estaba nervioso para
su siguiente pichada definitoria, digamos en una situación de tres bolas, dos
strikes y dos outs, él llamaba desde la lomilla a todos sus compañeros a
sesionar junto a él, en el montículo, por supuesto acompañados de su manager.
Los acercaba a él,
en una rueda muy compacta, abrazándolos con sus brazos largos. Ahí presentaba
su plan de ataque, que garantizaba la victoria sobre sus contrincantes:
-
¡Me acabo de acordar de un chiste buenísimo!
-
¡No me salgas otra vez con eso, Negro! –le increpaba
su manager, inconforme, mientras sus compañeros empezaban a reír y revolotear a
su alrededor.
-
¡Es que se me va a olvidar si no se los cuento ahorita
mismo! –se excusaba él, como si fuera gravísimo no hacerlo.
-
Bueno, pero sólo uno, uno y nada más uno, Negro
–condicionaba su mánager.
-
Ah bien, ahí va.
En medio de la
rueda empezaba a dramatizar el chiste, con su boca y dientes gigantes
desembuchando la historia que iba dando paso a manifestaciones hilarantes de
sus congregados, imposibles de que escaparan para el público y sus contrarios. Estos últimos interpretaban de inmediato que
se estaban burlando a costa de ellos. La rabia se les venía encima ante tal
espectáculo, un escarnio a la vista de todos.
Las carcajadas
tronaban entre la novena, el manager tampoco podía ocultar la gracia del chiste
y era cómplice de la jugarreta del Negro, que cerraba la reunión,
advirtiéndoles con cara muy seria, extrañado y ahora con voz que podrían
escuchar hasta lo más alto de las gradas:
-
¿Qué hacen aquí haciendo chacota del juego? Vayan a sus posiciones que estamos en un
partido muy importante para este equipo.
Mientras sus
compañeros corrían hacia sus destinos, él volteaba a ver uno por uno, a sus
contrincantes, que esperaban ardidos en su dogout
o en el círculo de espera al bate. Los
examinaba detenidamente, hasta ir a parar con el bateador, al que como colofón
a su examen, le dedicaba una sonrisa,
murmurado: “ah, contigo estaba”.
Para entonces la
furia se había apoderado de todos ellos, obligándolos con su treta a comprimir y
tensar, involuntariamente sus músculos, inhabilitándolos, mientras el Negro,
relajado como sus compañeros, se disponía a lanzar su mejor pichada, invisible
y cargada de humor, también negro. Así
ganaba también, festivamente, sus partidos.
VI
Intervención
terrenal del Negro, post mortem.
En el año 1986, Arturo
Cipriano, músico potosino, asistía a una ceremonia en Taos, con los indios
Pueblo de Nuevo México. La ceremonia
había durado toda la noche y la mañana siguiente, al terminar, mientras los
participantes se saludaban y daban los buenos días, lo abordó un gringo de
talla descomunal, si bien ya un tanto ajado.
Sin más preámbulo, le preguntó a Cipriano:
-
¿A qué te dedicas?
-
Soy músico.
-
Seguramente músico de protesta, ¿verdad?
-
Puede decirse que sí.
-
He matado a algunos como tú. Me han pagado para eso.
Cipriano se puso en guardia, si es que vale la expresión en tierra
ajena, sin acompañantes, ni el tamaño u oficio, ni los arrestos del
gigante. Volvió a la carga el tipo:
-
¿De dónde eres?
-
De San Luis Potosí.
-
¡Cómo! ¿De
verdad?
-
Sí.
-
Yo estuve ahí en los años sesenta, en la cárcel, dos
años. Luego me sacaron mis contratantes. Me detuvieron después de matar a un
tipo por encargo, fue un pinche descuido.
-
Entonces conociste al Negro Morales y a Manteca.
-
¡Qué! ¿Cómo sabes?
¿Los conociste?
-
Sí.
-
¡Ni siquiera habías nacido para entonces! ¡No es
posible! ¿Cómo sabes?
-
Pues los conocí.
-
¡Qué cosas!
Eran muy buenos muchachitos, nos divertíamos mucho en la
penitenciaría. Me caían muy bien. Cuando llegaron los torturaron severamente.
Les dañaron los intestinos a puñetazos y macanazos, especialmente al
Manteca. Al Negro se le veía la
mazorca de dientes al contar sus chistes. Me llevé muy bien con los dos, habían
sido uno pitcher y el otro su cátcher en béisbol. Muy buenos muchachos.
Entonces cortó la plática, se despidió de mano con empatía, la otra al
hombro de Cipriano, y se marchó, mirando hacia el sol naciente.
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