viernes, 27 de octubre de 2017

MIGUEL IZQUIERDO, El Negro Morales...







EL NEGRO MORALES, BEISBOLISTA Y NAVISTA POTOSINO

Por
Miguel A. Izquierdo Sánchez
Morelos
                                              


A toda velocidad

Gran pítcher de velocidad y control como era, tenía por diversión acercar la bola al pecho y a la cabeza de los bateadores, provocándolos, y a más de uno metiéndoles miedo, buscando el punto hasta que alguno se defendía con reclamos a gritos o aventándole el bate.  Él estaba preparado para responder con los puños, ante la rayada de madre del bateador o para esquivar el bate de encino. Parecía feliz con que le buscaran pleito, sonreía mientras sus compañeros de equipo se preocupaban por los trancazos que vendrían y por el peligro de las patadas con spikes. A él le encantaba el flujo creciente de adrenalina conforme se calentaba el pleito, de hecho ése era el clímax de su juego. 
-¡Negro!, ¡Negro!, -le gritaba  su mánager, único a quien de vez en cuando obedecía una vez iniciado el pleito.  Pero el Negro ya iba como de fiesta, arremangándose la camisola para el trompo que se iba a dar con el bateador.  Cuando alcanzaban a detenerlo antes de darse a golpes, sólo decía:
-Fue él quien empezó…deténganlo a él.
O bien:
- ¿No oyeron que me rayó la madre?  ¿¡A poco es para dejarse!?
Y luego, mientras trataba de quitarse de encima al cerco de compañeros que lo alejaban del home, hasta donde había llegado para darse de trompadas, decía al bateador ofendido
- A ver, repite lo que dijiste…
Por eso no es de extrañar que aunque era un pitcher dominante, rara vez terminaba un partido, no por irlo perdiendo, sino por irlo ganando y silbarles a sus contrincantes, curvas con pelotas que les rondaban las narices, las orejas y la barbilla. Le sobraban agallas.


II
El Negro Morales era un joven mecánico muy reconocido por sus trabajos en autos de todo tipo.  Vivía con su hermano y su mamá a dos cuadras del Santuario de Guadalupe, en San Luis Potosí. Por razones que yo no supe de niño, pasó cerca de ocho días debajo del coche de mi padre, haciéndole una reparación mayor.  Después supe que le hizo un ajuste.  Lo que nadie me explicó por esos días era por qué unas sábanas colgaban de las rejas del portón de nuestra casa del barrio de San Miguelito, justamente esos días que él estuvo ahí, prácticamente escondido.  Porque era evidente que se aseguraba de que nadie de fuera estuviera cerca del portón cuando salía por debajo del motor,  al baño o a comer.  Si no, ¿por qué nos dijeron a todos en casa que si llegaban a preguntar por él deberíamos decir que no estaba ahí?   Eran los días en que estaba el movimiento navista en su auge en San Luis Potosí.


III
Treinta años después le pregunté a mi padre por qué había escondido al Negro Morales en nuestra casa. Comentó:
“El movimiento navista llegó a un punto en que viendo la cerrazón gubernamental hacia sus planteamientos, tomó la decisión de hacer explotar unos artefactos en la subestación eléctrica.  El responsable de la operación era el Negro Morales.  La operación tuvo que abortar pero llegó a oídos del gobierno y hubo que esconderlo.   Más adelante lo apresaron y quedó decepcionado por haber recibido muy poco apoyo cuando estuvo encarcelado.  Lo torturaron en la cárcel, le hicieron ahí “el pocito”  con “Agua de Lourdes”. Aunque lo liberaron, tuvo que salir de San Luis huyendo de la represión, sin protección alguna.  Nunca se liberó de ese sentimiento de abandono por quienes con él prepararon o decidieron la acción fallida que lo llevó a la cárcel”.


IV
Era una gran mazorca su risa abierta, sus labios gruesos, prieto su color.  Dicharachero, juguetón.  Su tórax era enorme, de mecánico, sus manos fuertes como pinzas para el apretón con que saludaba.  Su lanzamiento preferido era el “dos”,  una recta que resoplaba al llegar al home y que hacía arder el guante de su cátcher, Mantequilla.   Desobediente a las recomendaciones de lanzamientos de Mantequilla, el Negro le avisaba con la cabeza que no y que no, hasta que sólo restaba como opción de tiro la recta pegada al pecho o cabeza del bateador.  Era un signo claro de que el Negro se había aburrido de dominar a los contrarios y que ahora quería divertirse y poner a todo el equipo en juego, en la batalla campal a puñetazos. Si no se le sacaba a tiempo, ejecutaba puntualmente su plan de acción.
¡Ay El Negro!, dice aún su ex mánager… ¡Le encantaba el peligro! ¡arriesgaba todo para que con el peligro le bullera la sangre!


V  
Tensión en la lomilla

El Negro Morales no sólo dominaba a sus contrincantes con pichadas rápidas, lentas, curvas y engañosas.  Tenía un especial sentido del clímax beisbolístico, cuando un solo tiro podía definir el juego, la temporada, la serie final.  Él buscaba ese momento, lo iba preparando, contribuyendo al drama, dando una oportunidad aquí, cerrando opciones por acá, asustando por allá.
 Y justo cuando todo mundo estaba nervioso para su siguiente pichada definitoria, digamos en una situación de tres bolas, dos strikes y dos outs, él llamaba desde la lomilla a todos sus compañeros a sesionar junto a él, en el montículo, por supuesto acompañados de su manager.
Los acercaba a él, en una rueda muy compacta, abrazándolos con sus brazos largos. Ahí presentaba su plan de ataque, que garantizaba la victoria sobre sus contrincantes:
-          ¡Me acabo de acordar de un chiste buenísimo!
-          ¡No me salgas otra vez con eso, Negro! –le increpaba su manager, inconforme, mientras sus compañeros empezaban a reír y revolotear a su alrededor.
-          ¡Es que se me va a olvidar si no se los cuento ahorita mismo! –se excusaba él, como si fuera gravísimo no hacerlo.
-          Bueno, pero sólo uno, uno y nada más uno, Negro –condicionaba su mánager.
-          Ah bien, ahí va.
En medio de la rueda empezaba a dramatizar el chiste, con su boca y dientes gigantes desembuchando la historia que iba dando paso a manifestaciones hilarantes de sus congregados, imposibles de que escaparan para el público y sus contrarios.  Estos últimos interpretaban de inmediato que se estaban burlando a costa de ellos. La rabia se les venía encima ante tal espectáculo, un escarnio a la vista de todos.
Las carcajadas tronaban entre la novena, el manager tampoco podía ocultar la gracia del chiste y era cómplice de la jugarreta del Negro, que cerraba la reunión, advirtiéndoles con cara muy seria, extrañado y ahora con voz que podrían escuchar hasta lo más alto de las gradas:
-          ¿Qué hacen aquí haciendo chacota del juego?  Vayan a sus posiciones que estamos en un partido muy importante para este equipo.
Mientras sus compañeros corrían hacia sus destinos, él volteaba a ver uno por uno, a sus contrincantes, que esperaban ardidos en su dogout o en el círculo de espera al bate.  Los examinaba detenidamente, hasta ir a parar con el bateador, al que como colofón a su examen,  le dedicaba una sonrisa, murmurado: “ah, contigo estaba”.
Para entonces la furia se había apoderado de todos ellos, obligándolos con su treta a comprimir y tensar, involuntariamente sus músculos, inhabilitándolos, mientras el Negro, relajado como sus compañeros, se disponía a lanzar su mejor pichada, invisible y cargada de humor, también negro.  Así ganaba también, festivamente, sus partidos.


VI
Intervención terrenal del Negro, post mortem.

En el año 1986, Arturo Cipriano, músico potosino, asistía a una ceremonia en Taos, con los indios Pueblo de Nuevo México.  La ceremonia había durado toda la noche y la mañana siguiente, al terminar, mientras los participantes se saludaban y daban los buenos días, lo abordó un gringo de talla descomunal, si bien ya un tanto ajado.  Sin más preámbulo, le preguntó a Cipriano:
-          ¿A qué te dedicas?
-          Soy músico.
-          Seguramente músico de protesta, ¿verdad?
-          Puede decirse que sí.
-          He matado a algunos como tú.  Me han pagado para eso.
Cipriano se puso en guardia, si es que vale la expresión en tierra ajena, sin acompañantes, ni el tamaño u oficio, ni los arrestos del gigante.  Volvió a la carga el tipo:
-          ¿De dónde eres?
-          De San Luis Potosí.
-          ¡Cómo!  ¿De verdad?
-          Sí.
-          Yo estuve ahí en los años sesenta, en la cárcel, dos años. Luego me sacaron mis contratantes. Me detuvieron después de matar a un tipo por encargo, fue un pinche descuido. 
-          Entonces conociste al Negro Morales y a Manteca.
-          ¡Qué! ¿Cómo sabes?  ¿Los conociste?
-          Sí.
-          ¡Ni siquiera habías nacido para entonces! ¡No es posible! ¿Cómo sabes?
-          Pues los conocí.
-          ¡Qué cosas!  Eran muy buenos muchachitos, nos divertíamos mucho en la penitenciaría.  Me caían muy bien.  Cuando llegaron los torturaron severamente. Les dañaron los intestinos a puñetazos y macanazos, especialmente al Manteca.    Al Negro se le veía la mazorca de dientes al contar sus chistes. Me llevé muy bien con los dos, habían sido uno pitcher y el otro su cátcher en béisbol. Muy buenos muchachos.
Entonces cortó la plática, se despidió de mano con empatía, la otra al hombro de Cipriano, y se marchó, mirando hacia el sol  naciente.


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