PORFIRIO
Por
Miguel Ángel Izquierdo
S.
Morelos
Doña Felícitas,
o La Marchantita, como la llamaba mamá, visitaba nuestra casa cada
mes, para vendernos queso fresco, verdolagas, hojas de maíz para los tamales y
otros productos de rancho. Llegaba a casa agotada de caminar, pues al no
saber leer, temía tomar el camión urbano equivocado para acercarla a
casa. Pero los cuatro kilómetros que caminaba desde la terminal de
autobuses hasta llegar con nosotros, eran poca cosa contra los quince
kilómetros que ya había andado desde su casa hasta “el puerto” de La Calera,
para tomar el autobús a San Luis.
Al llegar a
casa, antes que otra cosa, mi mamá le acercaba una silla o me pedía que lo
hiciera, para que la marchantita se
tomara un respiro. Suba sus piernas, le decía, acercándole un banquito,
para que las descansara. Enseguida le convidaba un vaso de agua. Luego venían
las mutuas preguntas sobre la salud y enfermedades de las familias, los
contratiempos del viaje, el estado de sus sembradíos de temporal y a veces,
sobre las circunstancias del robo o muerte del ganado y otras desgracias de la
vida campesina.
Me impactaba en
lo profundo su manera de platicar sobre lo irremediable o hasta trágico, con
una sonrisa en la boca, acompañada de un intermitente “sea
por Dios”. ¿Cómo puede alguien resistir, aguantar tantos
descalabros, robos, hambres y calamidades y platicarlos con tal parsimonia,
acompañándolos aquí y allá de suspiros?
Desde la edad
de ocho años empecé a pedirle que me llevara a su casa, a conocer dónde vivía y
a su familia. Siempre me daba la misma respuesta negativa: ¿a qué va,
niño? Está muy feo, muy seco y polvoso por allá, es muy triste.
Otras veces
contestaba: está muy lejos, niño, no tendrá fuerzas para llegar hasta allá y se
nos hará noche de camino. No hay donde dormir por el lomerío y por todos
lados hay coyotes que espantan con sus aullidos.
Su plática era
un mar de sorpresas y curiosidades que surgían cada vez que nos visitaba, al
compartirnos sobre su vida en el campo, en medio de un lomerío, a medio
kilómetro del jacal más cercano, sin luz eléctrica ni agua corriente, “a merced
del Señor”, como gustaba contar. Con cada respuesta que daba a mis preguntas,
sin darse cuenta, me iba motivando más y más a visitarla en sus
lares, con barrancas silentes, noches de obscuridad plena, y paisajes
totalmente desconocidos y tentadores para mi curiosidad infantil.
Nunca me
espantaron sus advertencias ni me hicieron cejar sus negativas, yo quería
conocer aquellas milpas que su marido no podía abandonar, sino con riesgo de
que le ganaran cuervos y palomas de campo sus cosechas de maíz y frijol. Quería
ayudarle con mi resortera y mi rifle de municiones a acabar con pájaros y tuzas
que mermaban sus cultivos, estaba seguro que mi puntería le rendiría
frutos. No me importaría dormir en su jacal que aseguraba
sólo tenía una cama. Quería también ver cómo era posible que se le
perdieran por días sus tres o cuatro vacas, con becerros, si como decía eran
sus tierras de matorral, sin árboles mayores, piedras por todos lados y podía
verse a lo lejos. Tenía el sueño de ver también cómo conducía Don Elías,
al buey con su yunta.
Tanto insistí
en acompañarla hasta que se rindió. Fue mucho más fácil conseguir el
permiso de mis padres para acompañarla. Mi equipaje se componía del rifle
de municiones, una bolsa de ropa para tres días y ahí vamos, caminando de
bajada por la Calera, durante tres horas, por barrancas y caminos desolados,
brincando cercas y guardaganados.
-
Ay niño, no me vaya a matar con su carabina- me decía con miedo cuando al brincar una
cerca, por descuido, mi rifle apuntaba en su dirección, descargado.
¿Ya vamos a
llegar, le empecé a preguntar cada quince minutos, pasando la primera hora de
camino. “Ahi nomás tras lomita”, era su repetida respuesta, que me alentaba una
y otra vez, al escucharla.
Llegamos a su
jacal anocheciendo. Por la oscuridad, apenas logré darme cuenta de que estaba
al lado de una barranca. Pude lanzar con el brazo una piedra y no alcancé a oír
cuando debió chocar contra el suelo.
Doña Felícitas
me presentó a su esposo, un hombre en sus cincuenta años, fuerte, muy correoso,
que me recordó a mi cariñoso abuelo materno. Parecía serio y a la vez amable.
Me recibió con su mano curtida, en la que cabían mis dos manos. “Con usted y su
carabina vamos a terminar con los coyotes”, dijo enigmático, y continuó: “si no
le falta parque”.
A un
lado de la choza, un tejado de palmilla hacía de cocina, a la que me invitaron
a pasar de inmediato para la merienda, después de haber dejado mi bolsa de ropa
y rifle, sobre la única cama, del único cuarto de la choza.
En la
obscuridad, tomaba un cafecito que doña Felícitas nos preparó, a Don Elías y a
mí, cuando escuché que algo se arrastraba en nuestra
dirección. Ni doña Felícitas ni su marido me
habían mencionado que alguien más viviera con ellos. Algún
animal será, me imaginé, quizás un marrano que arrastra con su hocico lo que va
comiendo.
En eso entró a
la cocina, cubierta por un sombrero, una forma extraña que no me llegaba a la
cintura. Al acercarse fui descubriendo primero unos largos brazos
que se balanceaban bajo el sombreo, y un par de rodillas que iban por
delante. El sonido venía de los huaraches que arrastraba. Por
último, cuando levantó un poco el sombrero, se dibujó una cabeza girada, que
apuntaba una oreja en mi dirección. La
cabeza estaba desprovista de cuello.
- Buenas noches –dijo con voz alegre ese ser inesperado y sorprendente.
- Es nuestro hijo Porfirio - comentó apenada doña Felícitas-, nació
cieguito.
Apenas tuve voz
para balbucear las buenas noches. Estaba muy ocupado en entender aquella
composición corporal nunca vista: la voz venía de alguien que se arrastraba o
avanzaba en cuclillas. Su cabeza
cubierta, apenas rebasaba la altura de sus rodillas, sus brazos eran desproporcionados
para su cuerpo. Seguía yo buscando su cuello.
Hasta que llegó
junto a nosotros, pegados al horno, pude ver el gran arco que era su espalda, y
sus piernas disminuidas al desuso. Se quedó junto a mí, buscando mi voz
con sus orejas, esperando le dieran su café. No ocupaba silla para sentarse a
merendar. Él era su propia silla.
-Usted es Don Miguel, ¿verdad? –me preguntó.
Segunda
sorpresa que escapaba a mi repertorio de respuestas, cuando aún no me reponía
de la primera: me trataba como a un “señor”, como “don”.
-Hijo de Doña Lupita y Don Jorge- continuó.
-Sí- por fin tuve aliento para contestarle.
-¿Usted también toca la guitarra como su papá? - Parecía saber todo de mí.
Yo todo ignoraba de él.
- Déjalo en paz – terció Doña Felícitas-.
Apenas está llegando, viene muy cansado y va a tomar su café. Mañana le
preguntas.
-Tengo una guitarra y quiero que me enseñe a tocarla, Don Miguel –pidió
como si no escuchara a su madre.
- Sé muy poco pero puedo enseñarle lo poquito que sé –fue mi primera
respuesta larga.
Abrió cuán
grande era su boca, feliz, como si estuviera esperando esa respuesta por muchos
años. Su dentadura parecía toda oxidada. Sus ojos sumidos entre su frente y los
pómulos, de repente se veían en la noche, blancos, con manchas azuladas.
-¡Mamá! ¡Don Miguel me va a enseñar
a tocar guitarra! -su papá parecía no
existir para él.
Apenado, sentí
que debía decirle:
-Soy un niño, no soy Don.
-Ya sé, yo también soy casi niño, así de chaparrito –dijo divertido-
¿cuántos años cree que tengo?
Otra vez me vi
en apuros. No podía ni siquiera
imaginarme su edad, ni intenté adivinarla.
-Tengo veintitrés años –se contestó él mismo- y soy más bajito que usted.
Pasaba
yo de un asombro a otro. Porfirio era un ser que escapaba a todas mis ideas
formadas de lo que era una persona, cualquier persona. ¿Cómo era posible vivir así doblado por
tantos años? Sus papás no estaban para
aclarar nada, lo mismo aceptarían el silencio que las preguntas de Porfirio y
mis tardadas respuestas.
-A mi guitarra le faltan cuerdas. ¿En San Luis venden
cuerdas? -preguntó muy interesado.
-Sí, las venden en las tiendas de música, mi papá le puede
comprar unas.
-Deben ser muy caras –dijo su padre. No tenemos para comprarlas.
En
eso Porfirio ya iba por su guitarra para mostrármela. Desapareció en la
oscuridad. El ruido de sus huaraches no
me permitía distinguir otros sonidos de la noche. Mientras regresaba me di
valor para preguntar a sus papás. ¿Por qué no puede caminar?
-
De pequeño tuvimos que amarrarlo y
luego encerrarlo, para evitar que se cayera a la barranca cuando no podíamos
cuidarlo. Se lo podrían comer los coyotes o lo podrían morder los puercos, si
se nos alejara mucho.
Esa
fue la respuesta de su padre, mientras miraba hacia el fuego. Terminó con un
largo y profundo suspiro, como los de Doña Felícitas.
Porfirio
venía ya de regreso, con la guitarra, prendida de sus enormes manos, como las
de Don Elías. Se volvió el silencio entre nosotros.
-¿Me la puedes afinar? –fue su demanda.
Turbado
sobremanera, quería yo afinar mi comprensión de lo que era la vida de un niño
en el campo.
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