miércoles, 23 de agosto de 2017

MIGUEL ÁNGEL IZQUIERDO, Porfirio


PORFIRIO

Por
Miguel Ángel Izquierdo S.
Morelos


Doña Felícitas, o La Marchantita,  como la llamaba mamá, visitaba nuestra casa cada mes, para vendernos queso fresco, verdolagas, hojas de maíz para los tamales y otros productos de rancho. Llegaba a casa agotada de caminar, pues al no saber leer, temía tomar el camión urbano equivocado para acercarla a casa. Pero los cuatro kilómetros que caminaba desde la terminal de autobuses hasta llegar con nosotros, eran poca cosa contra los quince kilómetros que ya había andado desde su casa hasta “el puerto” de La Calera, para tomar el autobús a San Luis.

Al llegar a casa, antes que otra cosa, mi mamá le acercaba una silla o me pedía que lo hiciera, para que la marchantita se tomara un respiro. Suba sus piernas, le decía, acercándole un banquito, para que las descansara. Enseguida le convidaba un vaso de agua. Luego venían las mutuas preguntas sobre la salud y enfermedades de las familias, los contratiempos del viaje, el estado de sus sembradíos de temporal y a veces, sobre las circunstancias del robo o muerte del ganado y otras desgracias de la vida campesina.

Me impactaba en lo profundo su manera de platicar sobre lo irremediable o hasta trágico, con una sonrisa en la boca, acompañada de  un intermitente  “sea por Dios”.  ¿Cómo puede alguien resistir, aguantar tantos descalabros, robos, hambres y calamidades y platicarlos con tal parsimonia, acompañándolos aquí y allá de suspiros?

Desde la edad de ocho años empecé a pedirle que me llevara a su casa, a conocer dónde vivía y a su familia. Siempre me daba la misma respuesta negativa: ¿a qué va, niño?  Está muy feo, muy seco y polvoso por allá, es muy triste.

Otras veces contestaba: está muy lejos, niño, no tendrá fuerzas para llegar hasta allá y se nos hará noche de camino. No hay donde dormir por el lomerío y por todos lados hay coyotes que espantan con sus aullidos. 

Su plática era un mar de sorpresas y curiosidades que surgían cada vez que nos visitaba, al compartirnos  sobre su vida en el campo, en medio de un lomerío, a medio kilómetro del jacal más cercano, sin luz eléctrica ni agua corriente, “a merced del Señor”, como gustaba contar. Con cada respuesta que daba a mis preguntas, sin darse cuenta, me iba motivando más y más  a visitarla en sus lares, con barrancas silentes, noches de obscuridad plena, y paisajes totalmente desconocidos y tentadores para mi curiosidad infantil. 

Nunca me espantaron sus advertencias ni me hicieron cejar sus negativas, yo quería conocer aquellas milpas que su marido no podía abandonar, sino con riesgo de que le ganaran cuervos y palomas de campo sus cosechas de maíz y frijol. Quería ayudarle con mi resortera y mi rifle de municiones a acabar con pájaros y tuzas que mermaban sus cultivos, estaba seguro que mi puntería le rendiría frutos.  No me importaría dormir en su  jacal que aseguraba sólo tenía una cama. Quería también ver cómo era posible que se le perdieran por días sus tres o cuatro vacas, con becerros, si como decía eran sus tierras de matorral, sin árboles mayores, piedras por todos lados y podía verse a lo lejos. Tenía el sueño de ver también cómo conducía Don Elías, al buey  con su yunta.

Tanto insistí en acompañarla hasta que se rindió. Fue mucho más fácil conseguir el permiso de mis padres para acompañarla. Mi equipaje se componía del rifle de municiones, una bolsa de ropa para tres días y ahí vamos, caminando de bajada por la Calera, durante tres horas, por barrancas y caminos desolados, brincando cercas y guardaganados.

-          Ay niño, no me vaya a matar con su carabina-  me decía con miedo cuando al brincar una cerca, por descuido, mi rifle apuntaba en su dirección, descargado.
¿Ya vamos a llegar, le empecé a preguntar cada quince minutos, pasando la primera hora de camino. “Ahi nomás tras lomita”, era su repetida respuesta, que me alentaba una y otra vez, al escucharla.

Llegamos a su jacal anocheciendo. Por la oscuridad, apenas logré darme cuenta de que estaba al lado de una barranca. Pude lanzar con el brazo una piedra y no alcancé a oír cuando debió chocar contra el suelo. 

Doña Felícitas me presentó a su esposo, un hombre en sus cincuenta años, fuerte, muy correoso, que me recordó a mi cariñoso abuelo materno. Parecía serio y a la vez amable. Me recibió con su mano curtida, en la que cabían mis dos manos. “Con usted y su carabina vamos a terminar con los coyotes”, dijo enigmático, y continuó: “si no le falta parque”.

A  un lado de la choza, un tejado de palmilla hacía de cocina, a la que me invitaron a pasar de inmediato para la merienda, después de haber dejado mi bolsa de ropa y rifle, sobre la única cama, del único cuarto de la choza.

En la obscuridad, tomaba un cafecito que doña Felícitas nos preparó, a Don Elías y a mí,  cuando escuché que algo se arrastraba en nuestra dirección.  Ni doña Felícitas ni su marido me habían  mencionado que alguien más viviera con ellos. Algún animal será, me imaginé, quizás un marrano que arrastra con su hocico lo que va comiendo.

En eso entró a la cocina, cubierta por un sombrero, una forma extraña que no me llegaba a la cintura.  Al acercarse fui descubriendo primero unos largos brazos que se balanceaban bajo el sombreo, y un par de rodillas que iban por delante.  El sonido venía de los huaraches que arrastraba. Por último, cuando levantó un poco el sombrero, se dibujó una cabeza girada, que apuntaba una oreja en mi dirección.  La cabeza estaba desprovista de  cuello.

-  Buenas noches –dijo con voz alegre ese ser inesperado y sorprendente.
- Es nuestro hijo Porfirio - comentó apenada doña Felícitas-, nació cieguito.

Apenas tuve voz para balbucear las buenas noches. Estaba muy ocupado en entender aquella composición corporal nunca vista: la voz venía de alguien que se arrastraba o avanzaba en cuclillas.  Su cabeza cubierta, apenas rebasaba la altura de sus rodillas, sus brazos eran desproporcionados para su cuerpo. Seguía yo buscando su cuello. 

Hasta que llegó junto a nosotros, pegados al horno, pude ver el gran arco que era su espalda, y sus piernas disminuidas al desuso. Se quedó junto a mí, buscando mi voz con sus orejas, esperando le dieran su café. No ocupaba silla para sentarse a merendar.  Él era su propia silla.

-Usted es Don Miguel, ¿verdad? –me preguntó.

Segunda sorpresa que escapaba a mi repertorio de respuestas, cuando aún no me reponía de la primera: me trataba como a un “señor”, como “don”. 

-Hijo de Doña Lupita y Don Jorge- continuó.
-Sí- por fin tuve aliento para contestarle. 
-¿Usted también toca la guitarra como su papá? - Parecía saber todo de mí. Yo todo ignoraba de él.
- Déjalo en paz – terció Doña Felícitas-.  Apenas está llegando, viene muy cansado y va a tomar su café. Mañana le preguntas.
-Tengo una guitarra y quiero que me enseñe a tocarla, Don Miguel –pidió como si no escuchara a su madre.
- Sé muy poco pero puedo enseñarle lo poquito que sé –fue mi primera respuesta larga.

Abrió cuán grande era su boca, feliz, como si estuviera esperando esa respuesta por muchos años. Su dentadura parecía toda oxidada. Sus ojos sumidos entre su frente y los pómulos, de repente se veían en la noche, blancos, con manchas azuladas.

-¡Mamá!  ¡Don Miguel me va a enseñar a tocar guitarra!  -su papá parecía no existir para él.
Apenado, sentí que debía decirle:
-Soy un niño, no soy  Don.
-Ya sé, yo también soy casi niño, así de chaparrito –dijo divertido- ¿cuántos años cree que tengo?

Otra vez me vi en apuros.  No podía ni siquiera imaginarme su edad, ni intenté adivinarla.

-Tengo veintitrés años –se contestó él mismo- y soy más bajito que usted.
Pasaba yo de un asombro a otro. Porfirio era un ser que escapaba a todas mis ideas formadas de lo que era una persona, cualquier persona.  ¿Cómo era posible vivir así doblado por tantos años?  Sus papás no estaban para aclarar nada, lo mismo aceptarían el silencio que las preguntas de Porfirio y mis tardadas respuestas.

-A mi guitarra le faltan cuerdas. ¿En San Luis venden cuerdas?  -preguntó muy interesado.
-Sí, las venden en las tiendas de música, mi papá le puede comprar unas.
-Deben ser muy caras –dijo su padre. No tenemos para comprarlas. 

En eso Porfirio ya iba por su guitarra para mostrármela. Desapareció en la oscuridad. El ruido de sus huaraches no me permitía distinguir otros sonidos de la noche. Mientras regresaba me di valor para preguntar a sus papás. ¿Por qué no puede caminar?

-          De pequeño tuvimos que amarrarlo y luego encerrarlo, para evitar que se cayera a la barranca cuando no podíamos cuidarlo. Se lo podrían comer los coyotes o lo podrían morder los puercos, si se nos alejara mucho.

Esa fue la respuesta de su padre, mientras miraba hacia el fuego. Terminó con un largo y profundo suspiro, como los de Doña Felícitas.

Porfirio venía ya de regreso, con la guitarra, prendida de sus enormes manos, como las de Don Elías. Se volvió el silencio entre nosotros.

-¿Me la puedes afinar? –fue su demanda.

Turbado sobremanera, quería yo afinar mi comprensión de lo que era la vida de un niño en el campo. 



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