sábado, 12 de agosto de 2017

DANIEL ZETINA, Amistad.



AMISTAD

Por
Daniel Zetina
@DanieloZetina


Para Liliana Huicochea
Desde que era niño tenía claros instintos de equidad de género, ¿por qué?, lo ignoro o no ahondaré en ello. Lo digo porque ya en la primaria (en una escuela pública de Jiutepec, Morelos, México) era mal visto, para mi desconcierto, que los niños tuvieran amigas. Y, obvio, lo mismo en viceversa.
Estoy de acuerdo con que en varias edades es natural que los géneros se repelan, pero esto ni es regla general ni es obligación. Además, podríamos indagar en las diferentes culturas para analizar la cuestión, pero eso puedes hacerlo tú en youtube.
Otra cosa supe desde infante fue que me atraían las mujeres. Prácticamente todas y en muchos sentidos. Las veía embobado, pero también con rigor científico. Mujeres, el más grande misterio de la creación desde mi personal punto de vista (hasta la fecha).
Entonces, ¿cómo hacer para acercarse a ellas en una sociedad que solo permite el trato si ha de ser como novios? Difícil reto. Porque, asimismo, si un niño convivía con niñas es que era rarito. Una piedra más en el camino hacia las mujeres (¿habrá desaparecido ya este prejuicio?).
Con los años, en especial a finales de la primaria, me di cuenta de que algunas de las mujeres que conocía no me interesaban nada, otras me gustaban mucho, de otras aprendía y unas más admiraba. Además, a alguna niña en especial (o varias más bien) la veía con ojos diferentes, no de enamorado, pero sí de mucho cariño.
Se trataba de mujeres, niñas, a quienes yo consideraba o quería considerar mis amigas. El término y el concepto mismo no debió existir entonces, cuando más bien me ocupaba de sentir y no de pensar, menos de teorizar como ahora. Pero en el recuerdo lo importante es claro y lo demás es difuso.
Vuelvo al punto: ellas eran para mí mujeres inteligentes o admirables o bellas de ser o divertidas o simplemente maravillosas y yo quería ser parte de ellas, estar en su vida, saludarlas en la calle, compartir un dulce y platicar, sobre todo esto, escucharlas, decirles lo que pensaba, compartir ideas o alguna anécdota. No más allá de eso.
Eso quería yo, quizás algunas de ellas también, pero no se podía decir de forma abierta. Incluso, no recuerdo un “¿Quieres ser mi amiga?” de entonces (como sí he hecho después). No estaba prohibido por ninguna ley ni era contrario a la religión de nadie, pero era algo que de facto no parecía posible con la libertad que podría suponerse una relación tan sana, limpia y necesaria.
Sé (y con el tiempo lo comprobé) que muchas de ellas no fueron mis amigas por imposiciones sociales o prejuicios. Ellas no querían nada conmigo como no fuera una amistad y lo mismo me pasaba a mí. Pero por una u otra razón no terminó de suceder como habría sido entendible y genial.
El tiempo pasó y con él lo inevitable: la sociedad y sus escrúpulos estúpidos de que los géneros solo se enemistan y no amistan de verdad. Lo que vino después, bueno, hubo de todo, amistades, sí, pero también muchos líos porque uno fuera amigo de alguna chica que tuviera novio, hermano o padre celoso.
Para deprimirse, tal vez. Aunque con el tiempo sí llegué a vencer el estatus de amistad tradicional (digo yo) y he llegado a amar a muchas mujeres como amigas, grandes compañeras de viaje, colegas invaluables, sabias consejeras y amables escuchas.
Y eso no porque se hayan terminado los prejuicios, aunque algo tendrá que ver mi decisión de ser feminista (o algo así). Aún hoy hay amigas que me dicen frases como “Tú mándame un mensaje, que mi novio no se enoja” o “Vamos al cine, pero no le digo a mi novio porque no lo entiende” o “Ahorita no puedo verte, tengo una pareja que es así, medio celoso”. Es triste.
Pero no todo fue así en mi infancia: una mujer que desde sexto de primaria me eligió como su amigo ha acompañado mi vida, ya después de 26 años. Es mi hermana-amiga. Y es una de las cosas que más le agradezco a la vida, que me haya dado su compañía, su alegría incansable, su belleza y su amor. Ella es mi querida Liliana, mi flaquita, mi mejor amiga.
Esto comprueba que a pesar de los pesares, el amor y la amistad (dos grandes valores para el mundo) son posibles, con todo y todo, en un mundo que parece agonizar, y que sin duda, si Liliana no existiera no sería tan buen lugar (aunque vivamos lejos ahora).

Cultivemos la amistad sincera, con amor y fraternidad, como un acto de esperanza, como el mejor activismo posible; es más, si quiere, como una venganza contra el machismo o las malas costumbres. No tengo fórmula alguna para ello, pero cada uno podemos buscarla. Marcharse de este mundo sin amigas no creo que tenga mucho sentido.

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