martes, 11 de julio de 2017

MIGUEL ANGEL IZQUIERDO, Un torero



JAIME BRAVO, UN TORERO
Por
Miguel Angel Izquierdo S.
Morelos



Ha muerto un gran torero. No por una cogida de toro de lidia, de las 25 que tuvo y que le dejaron charrasqueado todo el tórax y piernas, sino por vil accidente debido a un bache en la carretera. 

En la funeraria están reunidos cientos de personas, entre ellas, parientes, periodistas, ganaderos, toreros y sus cuadrillas de mozos, gente de la farándula y personas que hacen especial el encuentro fúnebre: demasiadas mujeres emperifolladas que fueron sus amantes, exesposas,  y esposa, ahora todas de alguna manera viudas. Los diálogos en voz baja se suceden:
-Sigue siendo hermoso hasta en su caja de muerto – comenta Glafira, su amante esporádica de la colonia Escandón, guapísima treintona de curvas escandalosas.  

Se dirigía a Rina, sentada a su lado. Eran extrañas entre sí como otras decenas de mujeres presentes. Rina, una modelo novata, aspirante secreta a Miss México le respondió, con auténtica zozobra:
-Hermoso, impredecible, cariñoso, esquivo. No alcancé a conocerlo. Me había asegurado llevarme a las portadas de las mejores revistas.

Frente a ellas, otro par de mujeres, del otro lado de la caja, avanzaban en su plática, midiéndose mutuamente con miradas laterales:
-      - Me visitaba los martes si estaba en México, menos los martes 13, pues según él, había que guardar abstinencia en martes trece, era muy supersticioso.

Se trataba de Claudia, una judía adinerada de Polanco, viuda desde los diecinueve años, ahora en sus veinticinco. Claudia escogía y compraba los elegantes trajes del mejor casimir inglés, que Jaime lucía con envidiable porte.

Claudia terciaba para platicar con Julia, a quien el matador visitaba los martes trece, y los días primos de los meses con martes 13. Tuvo que contenerse para no revelar algo tan incómodo a su otra vecina de asiento y de penas.

Más distantes del féretro, en el patio de la funeraria, y por ello con voz más alta y segura, dialogaban tres mujeres norteñas de gran escote, exageradas pinturas en ojos, labios y carnes que revelaban pasadas guapuras y presentes satisfacciones. Eran un trío de meretrices caras con las que el torero había crecido en su adolescencia, –entonces nuevas putas– a quien acabaron de criar, enseñaron y pulieron en todo goce carnal y con quien intercambiaron primaverales sudores, primero individualmente, luego en colectivo, con pases de pecho, molinetes, banderillas y estocadas.

Eran las doce del día. Gracias a la abundante afluencia de tantos aficionados a la fiesta brava, la prensa y familiares que las distraían a su paso, la tensión entre éstas y otras mujeres no tomaba otro rumbo que la cuidada plática.

Chucho, el mozo de espadas del torero, gran hombre de su confianza, era el único que las conocía a casi todas. Él cuidaba con esmero la agenda para que su patrón no equivocara las fechas de acercarse a ellas, y cada vez más seguido (por efecto de acumulación de citas), debía recordarle el nombre y cumpleaños de cada una, sus flores preferidas y su capricho favorito. Por otra superstición del matador, de no tocar dinero, Chucho también era quien llevaba su cartera, y en caso de que se acabaran sus recursos monetarios, era el obligado de prestarle para sus correrías. Ahora estaba además a cargo de las gestiones funerarias junto con la familia de Jaime.

Aparentemente ensimismado, Chucho sufría sin duda dolido por la pérdida de su patrón, con quien había viajado por el mundo ya más de veinte años. Recordó en eso, que Jaime le había advertido hacía un par de años:
-       -Yo me muero antes de los cuarenta, no voy a hacerme de canas ni de arrugas. El día que se me caigan los párpados o que me salgan patas de gallo junto a los ojos, me pego un tiro o me aviento de la torre latinoamericana.

Chucho miró entonces hacia Felisa, mujer adusta, orgullosa, quien no se iba a rebajar a platicar con sus probadas contrincantes: Rosa a su derecha y Mirna a su izquierda. 

Felisa había llegado de Guanajuato esa madrugada, a escondidas y con lentes oscuros.  “Voy a llevar flores al panteón donde están mis difuntos abuelos”, avisó a sus parientes. Era la esposa de un afamado criador de puercos, más ocupado en boñigas y gallináceas que en los intereses amatorios de su Felisa. ¨Mi marquesa”, le llamaba el torero, al tiempo que la nalgueaba tras unas chicuelinas y gaoneras. “Mi vieja cueruda”, le llamaba su marido.

Para Felisa, valía tomar riesgos con ese guapo torero, lenguaraz y  divertido que sí sabía vestir fino y olía a exquisita lavanda. Felisa misma la escogía y  compraba.  “Una marquesa no está para oler a chanchos”, le demandaba  el torero.

Rosa vivía en  Tequisquiapan, a media hora en camioneta del rancho de su marido, criador de toros de lidia, a quien el torero encargaba desde la frontera norte, los toros más bravos, pero de cuernos truncos o lastimados, para serles cortados previamente a la lidia, ante los ojos de los gringos que no soportarían ver a un galán de su talla y garbo, destripado por puntiagudos cuernos. Rosa atendía al torero cada vez que su marido se quedaba dormido por beber en demasía mientras escuchaba incrédulo y festivo, las anécdotas del matador por puterías y plazas de toros, farándulas artísticas y políticas. 

Mirna era para el matador,  la perfección de mujer con sus veinticuatro años, medidas y prendidas perfectas, ojos grandes y tiernos, jalicienses,  pechos generosos, ávidos de succiones. Recientemente contratada como símbolo sexual de la mejor cerveza de México, combinaba inocencia con curiosidad, entrega con remilgos, caprichos sexuales y guiños de castidad. Las lágrimas de Mirna no eran interesadas, eran lágrimas auténticas, fluidas. También eran auténticas las humedades de sus zonas erógenas, que iban en aumento conforme su maestro de estoques le iba enseñando desplantes taurinos, entre arrumacos.

Junto al féretro pasaban brevemente las mujeres más discretas de los correríos del torero. Eran las menos interesadas en dejar evidencias. Su presencia era pasajera, como las visitas que recibían de su galán. Se aproximaban para darle el último beso, justamente cuando alguno de los familiares se acercaba a revisar el estado del difunto, y para aparentar ser uno de ellos.

II
Conforme habían llegado las mujeres examantes del torero, en su mayoría se habían dirigido a presentar sus condolencias a Chucho, con quien tenían trato periódico, no así con la familia del matador. Él les indicaba quiénes eran los parientes, para que también les dieran consuelo. Con tal frecuencia ocurrieron esos acercamientos precisamente a él, antes que a nadie, que se dio cuenta hasta entonces de la importancia de su lugar en la vida de Jaime.

Así como tenía asignada la tarea de administrar las citas y visitas a sus damas, ahora le tocaba administrar su despedida. Se preguntó acongojado: ¿qué lugar merecían cada una en la sala funeraria, en la procesión, en la bajada de la caja mortuoria, en las palabras de despedida?

Todas le habían dado un trato de hermanas, de suma confianza. Jaime lo enviaba de avanzada a las ciudades en que había de torear o filmar para hacer los preparativos necesarios. Les avisaban mediante telegrama o llamada telefónica. Ellas por lo regular le daban alojamiento a Chucho, uno o más días, mientras llegaba su amante. Lo consentían. Algunas hasta lo saludaban  en sus alcobas, sin mayor recato, arreglándose frente a él, mientras lo saturaban de preguntas incontestables, que había aprendido diestramente a esquivar, con singulares quites como torero que había sido, dejando bien parado a su venerado patrón. 

Le preguntaban ya una, ya la otra, casi siempre después de invitarle un par de copas: ¿con quién aprendió a hacer el amor de esa manera?, ¿de quién le viene tanta ternura al acariciar?, ¿de quién heredó su buen humor?, ¿por qué se juega la vida en cada lidia de toros?, ¿se cree inmortal?, ¿a quién quiere más de sus mujeres?, ¿cuál es su preferida?, ¿sus papás son tan guapos como él?, ¿cuántas amantes tiene?, ¿dónde aprendió tantos chistes y bromas?, ¿es verdad que fue trapecista?, ¿la actriz tal, es más bella que yo?, ¿es invento suyo que tuvo una marquesa por amante?, ¿es cierto que se suicidó frente a él una de sus más bellas mujeres, una actriz?

Se sumía más en su angustia: ¿a quién de ellas darle preferencia? Una proveía a Jaime de calzado, otra de mascadas, una más de lociones. Aquella de pisa-corbatas. Ah y una muy especial, de esclavas y relojes de gran marca, que solían terminar en el Monte de Piedad o con usureros prestamistas por las ciudades que pasaban.

No podía soportar tanta carga, habiendo recibido a lo largo de los años finas y glamorosas atenciones de unas y otras, cuando más las necesitaban, estando de viaje y sin mayores recursos.  ¡Que decidieran los familiares!

Estando en ese trance, volvió a él la conciencia de que esa misión de avanzada le salvó la vida: de haber viajado con el torero estaría muerto como él, en un velatorio más humilde, dejando en el desamparo a sus hijos y esposa. ¿Quién me contratará ahora? Yo mismo soy un desamparado, se dijo. No tengo opciones.

Estaba cabizbajo, ensimismado. En eso el administrador de la funeraria lo sacó de su mutismo.
-       ¿Con quién me arreglo para la firma de los documentos y el pago del servicio? No tarda en partir el cortejo.
Dudó, dudó más de un minuto a quién acudir, si a la viuda, a alguna de las ex esposas, si a la que últimamente aportaba más a los gastos del matador, si a la familia. El administrador tuvo que insistir:
-       ¿Quién va a firmar?
Chucho no pudo más. Se dirigió a los familiares de Jaime, ellos tendrían cabeza para decidir, no estaba en él resolverlo. Lo había hecho ya por muchos años, en mayores trances morales en la vida de su amado patrón, casi hermano, e ídolo. ¡Que la Virgen lo ampare!
El que siempre ha sido Guía
Goza de amor soberano.
Viene a los antojitos
Bebía que era un contento
Goza de sus viejitos
Y Duerme como un Jumento.
ZITA ROSAURA
Esta como su nombre lo indica
Viene a ver a sus AMORES
Toda se vuelve risita
Olvidando sus rencores.
Es muy buena cocinera
Le gusta poquito el Pulque
Y se ha vuelto parrandera
Ultimamente lo supe.

Ma. de Jesús.
ESta es una enciclopedia
Pero no aprovecha nada,
Todos se burlan de ella
Y todo se le resbala.
ES pacífica en su trato
Caritativa a Dios dar,
Nunca tiene malos ratos
Menos cuando va a rezar.

ESPERANZA
ESta prieta es una avispa
Meneada en su proceder,
Para el trabajo una chispa
Pero de muy buen querer.
Le gustan los CANARITOS
Pero los deja y se va,
Los encarga a sus viejitos
Y no voltea para acá.


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