JAIME
BRAVO, UN TORERO
Por
Miguel
Angel Izquierdo S.
Morelos
Ha muerto un gran
torero. No por una cogida de toro de lidia, de las 25 que tuvo y que le dejaron
charrasqueado todo el tórax y piernas, sino por vil accidente debido a un bache
en la carretera.
En la funeraria
están reunidos cientos de personas, entre ellas, parientes, periodistas,
ganaderos, toreros y sus cuadrillas de mozos, gente de la farándula y personas
que hacen especial el encuentro fúnebre: demasiadas mujeres emperifolladas que
fueron sus amantes, exesposas, y esposa,
ahora todas de alguna manera viudas. Los diálogos en voz baja se suceden:
-Sigue
siendo hermoso hasta en su caja de muerto – comenta Glafira, su amante
esporádica de la colonia Escandón, guapísima treintona de curvas escandalosas.
Se dirigía a Rina,
sentada a su lado. Eran extrañas entre sí como otras decenas de mujeres
presentes. Rina, una modelo novata, aspirante secreta a Miss México le
respondió, con auténtica zozobra:
-Hermoso,
impredecible, cariñoso, esquivo. No alcancé a conocerlo. Me había asegurado
llevarme a las portadas de las mejores revistas.
Frente a ellas,
otro par de mujeres, del otro lado de la caja, avanzaban en su plática,
midiéndose mutuamente con miradas laterales:
- - Me
visitaba los martes si estaba en México, menos los martes 13, pues según él,
había que guardar abstinencia en martes trece, era muy supersticioso.
Se trataba de Claudia, una judía adinerada de
Polanco, viuda desde los diecinueve años, ahora en sus veinticinco. Claudia
escogía y compraba los elegantes trajes del mejor casimir inglés, que Jaime
lucía con envidiable porte.
Claudia terciaba para
platicar con Julia, a quien el matador visitaba los martes trece, y los días
primos de los meses con martes 13. Tuvo que contenerse para no revelar algo tan
incómodo a su otra vecina de asiento y de penas.
Más distantes del
féretro, en el patio de la funeraria, y por ello con voz más alta y segura,
dialogaban tres mujeres norteñas de gran escote, exageradas pinturas en ojos,
labios y carnes que revelaban pasadas guapuras y presentes satisfacciones. Eran
un trío de meretrices caras con las que el torero había crecido en su
adolescencia, –entonces nuevas putas– a quien acabaron de criar, enseñaron y
pulieron en todo goce carnal y con quien intercambiaron primaverales sudores,
primero individualmente, luego en colectivo, con pases de pecho, molinetes,
banderillas y estocadas.
Eran las doce del
día. Gracias a la abundante afluencia de tantos aficionados a la fiesta brava,
la prensa y familiares que las distraían a su paso, la tensión entre éstas y
otras mujeres no tomaba otro rumbo que la cuidada plática.
Chucho, el mozo de
espadas del torero, gran hombre de su confianza, era el único que las conocía a
casi todas. Él cuidaba con esmero la agenda para que su patrón no equivocara
las fechas de acercarse a ellas, y cada vez más seguido (por efecto de
acumulación de citas), debía recordarle el nombre y cumpleaños de cada una, sus
flores preferidas y su capricho favorito. Por otra superstición del matador, de
no tocar dinero, Chucho también era quien llevaba su cartera, y en caso de que
se acabaran sus recursos monetarios, era el obligado de prestarle para sus
correrías. Ahora estaba además a cargo de las gestiones funerarias junto con la
familia de Jaime.
Aparentemente
ensimismado, Chucho sufría sin duda dolido por la pérdida de su patrón, con
quien había viajado por el mundo ya más de veinte años. Recordó en eso, que
Jaime le había advertido hacía un par de años:
- -Yo
me muero antes de los cuarenta, no voy a hacerme de canas ni de arrugas. El día
que se me caigan los párpados o que me salgan patas de gallo junto a los ojos,
me pego un tiro o me aviento de la torre latinoamericana.
Chucho miró
entonces hacia Felisa, mujer adusta, orgullosa, quien no se iba a rebajar a platicar
con sus probadas contrincantes: Rosa a su derecha y Mirna a su izquierda.
Felisa había
llegado de Guanajuato esa madrugada, a escondidas y con lentes oscuros. “Voy a llevar flores al panteón donde están
mis difuntos abuelos”, avisó a sus parientes. Era la esposa de un afamado
criador de puercos, más ocupado en boñigas y gallináceas que en los intereses
amatorios de su Felisa. ¨Mi marquesa”, le llamaba el torero, al tiempo que la
nalgueaba tras unas chicuelinas y gaoneras. “Mi vieja cueruda”, le llamaba su
marido.
Para Felisa, valía
tomar riesgos con ese guapo torero, lenguaraz y
divertido que sí sabía vestir fino y olía a exquisita lavanda. Felisa
misma la escogía y compraba. “Una marquesa no está para oler a chanchos”,
le demandaba el torero.
Rosa vivía en Tequisquiapan, a media hora en camioneta del
rancho de su marido, criador de toros de lidia, a quien el torero encargaba
desde la frontera norte, los toros más bravos, pero de cuernos truncos o
lastimados, para serles cortados previamente a la lidia, ante los ojos de los
gringos que no soportarían ver a un galán de su talla y garbo, destripado por
puntiagudos cuernos. Rosa atendía al torero cada vez que su marido se quedaba
dormido por beber en demasía mientras escuchaba incrédulo y festivo, las
anécdotas del matador por puterías y plazas de toros, farándulas artísticas y
políticas.
Mirna era para el
matador, la perfección de mujer con sus
veinticuatro años, medidas y prendidas perfectas, ojos grandes y tiernos,
jalicienses, pechos generosos, ávidos de
succiones. Recientemente contratada como símbolo sexual de la mejor cerveza de
México, combinaba inocencia con curiosidad, entrega con remilgos, caprichos
sexuales y guiños de castidad. Las lágrimas de Mirna no eran interesadas, eran
lágrimas auténticas, fluidas. También eran auténticas las humedades de sus
zonas erógenas, que iban en aumento conforme su maestro de estoques le iba
enseñando desplantes taurinos, entre arrumacos.
Junto al féretro
pasaban brevemente las mujeres más discretas de los correríos del torero. Eran
las menos interesadas en dejar evidencias. Su presencia era pasajera, como las
visitas que recibían de su galán. Se aproximaban para darle el último beso,
justamente cuando alguno de los familiares se acercaba a revisar el estado del
difunto, y para aparentar ser uno de ellos.
II
Conforme habían
llegado las mujeres examantes del torero, en su mayoría se habían dirigido a
presentar sus condolencias a Chucho, con quien tenían trato periódico, no así
con la familia del matador. Él les indicaba quiénes eran los parientes, para
que también les dieran consuelo. Con tal frecuencia ocurrieron esos
acercamientos precisamente a él, antes que a nadie, que se dio cuenta hasta
entonces de la importancia de su lugar en la vida de Jaime.
Así como tenía
asignada la tarea de administrar las citas y visitas a sus damas, ahora le
tocaba administrar su despedida. Se preguntó acongojado: ¿qué lugar merecían
cada una en la sala funeraria, en la procesión, en la bajada de la caja
mortuoria, en las palabras de despedida?
Todas le habían
dado un trato de hermanas, de suma confianza. Jaime lo enviaba de avanzada a
las ciudades en que había de torear o filmar para hacer los preparativos
necesarios. Les avisaban mediante telegrama o llamada telefónica. Ellas por lo
regular le daban alojamiento a Chucho, uno o más días, mientras llegaba su
amante. Lo consentían. Algunas hasta lo saludaban en sus alcobas, sin mayor recato,
arreglándose frente a él, mientras lo saturaban de preguntas incontestables,
que había aprendido diestramente a esquivar, con singulares quites como torero
que había sido, dejando bien parado a su venerado patrón.
Le preguntaban ya
una, ya la otra, casi siempre después de invitarle un par de copas: ¿con quién
aprendió a hacer el amor de esa manera?, ¿de quién le viene tanta ternura al
acariciar?, ¿de quién heredó su buen humor?, ¿por qué se juega la vida en cada
lidia de toros?, ¿se cree inmortal?, ¿a quién quiere más de sus mujeres?, ¿cuál
es su preferida?, ¿sus papás son tan guapos como él?, ¿cuántas amantes tiene?,
¿dónde aprendió tantos chistes y bromas?, ¿es verdad que fue trapecista?, ¿la
actriz tal, es más bella que yo?, ¿es invento suyo que tuvo una marquesa por
amante?, ¿es cierto que se suicidó frente a él una de sus más bellas mujeres,
una actriz?
Se sumía más en su
angustia: ¿a quién de ellas darle preferencia? Una proveía a Jaime de calzado,
otra de mascadas, una más de lociones. Aquella de pisa-corbatas. Ah y una muy
especial, de esclavas y relojes de gran marca, que solían terminar en el Monte
de Piedad o con usureros prestamistas por las ciudades que pasaban.
No podía soportar
tanta carga, habiendo recibido a lo largo de los años finas y glamorosas
atenciones de unas y otras, cuando más las necesitaban, estando de viaje y sin
mayores recursos. ¡Que decidieran los
familiares!
Estando en ese
trance, volvió a él la conciencia de que esa misión de avanzada le salvó la
vida: de haber viajado con el torero estaría muerto como él, en un velatorio
más humilde, dejando en el desamparo a sus hijos y esposa. ¿Quién me contratará
ahora? Yo mismo soy un desamparado, se dijo. No tengo opciones.
Estaba cabizbajo,
ensimismado. En eso el administrador de la funeraria lo sacó de su mutismo.
-
¿Con quién me arreglo para
la firma de los documentos y el pago del servicio? No tarda en partir el
cortejo.
Dudó, dudó más de
un minuto a quién acudir, si a la viuda, a alguna de las ex esposas, si a la
que últimamente aportaba más a los gastos del matador, si a la familia. El
administrador tuvo que insistir:
-
¿Quién va a firmar?
Chucho no pudo más.
Se dirigió a los familiares de Jaime, ellos tendrían cabeza para decidir, no
estaba en él resolverlo. Lo había hecho ya por muchos años, en mayores trances
morales en la vida de su amado patrón, casi hermano, e ídolo. ¡Que la Virgen lo
ampare!
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