lunes, 5 de junio de 2017

MIGUEL A. IZQUIERDO, La bella Louisiana

LA BELLA DE LOUISIANA

Por
Miguel Angel Izquierdo Sánchez
Morelos

Dorothy era la más glamorosa compañera de nuestro grupo y quizás de toda la Universidad de Tulane. Su altura era perfecta para que  brillaran en ella largos y estilizados aretes y gargantillas, anillos y pulseras. Contrastaba sobremanera su ropa chic con los decolorados jeans y con las desplanchadas playeras del resto del grupo.  Y por si eso fuera poco, llegaba a diario en un coche deportivo convertible, en el que parecía volar desde su plantación, ubicada por los prósperos campos irrigados de Louisiana. Sólo otros dos estudiantes de esa universidad privada con 5,000 alumnos tenían un auto parecido.

A la distancia, por su porte, en coche o a pie, hacía pensar en una despampanante artista hollywoodiense, sujeto y objeto de adoración y deseo.

Aquilatarla era asunto que se complicaba en la cercanía. Así como la engalanaban estilizadas y valiosas joyas, poseía unas desventuradas manías: estiraba indiferente los resortes de sus sostenes, a la altura de los hombros, de sus delicados omóplatos o de sus perfectos pechos, y los soltaba produciendo unos escalofriantes chasquidos que desangraban a la más firme erección.  Era tanto como desterrarnos de nuestro estado contemplativo, con latigazos sobre las niñas de nuestros ojos.

Si estaba sentada tomando clases, cruzaba la pierna y no cesaba de rascarse la cabeza con bermellones uñas que salían de sus manos de mármol.  Nos atormentaba la duda: ¿habría liendres en su sureña mansión de caoba? 

Solitaria, difícilmente se dignaba platicar con nosotros, dándonos trato de inermes como mancos sauces llorones, emergentes entre la neblina de los pantanos. Ni siquiera lo hacía con las jóvenes de su edad, acaso por no tener su alcurnia, o ni siquiera una minucia de sus productivos acres.  Prefería gastar la saliva necesaria para mantener una conversación, mascando desde su llegada un vulgar chicle, hasta su desaparición en el horizonte, con su mascada color índigo al aire, más allá del Mississippi.

Entraba al salón como salía, sin saludar ni decir adiós.  ¿O significaban eso los gestos que se le adivinaban cuando veloz giraba su rostro para ubicar un asiento, claramente apartado de nosotros?

¿Cómo no le dieron siquiera un copo de algodón, de los millones de quintales cultivados en su hacienda algodonera, para suavizar sus modales? 

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