LA BELLA DE LOUISIANA
Por
Miguel Angel Izquierdo
Sánchez
Morelos
Dorothy era la más
glamorosa compañera de nuestro grupo y quizás de toda la Universidad de Tulane.
Su altura era perfecta para que
brillaran en ella largos y estilizados aretes y gargantillas, anillos y
pulseras. Contrastaba sobremanera su ropa chic con los decolorados jeans y con
las desplanchadas playeras del resto del grupo.
Y por si eso fuera poco, llegaba a diario en un coche deportivo
convertible, en el que parecía volar desde su plantación, ubicada por los prósperos
campos irrigados de Louisiana. Sólo otros dos estudiantes de esa universidad
privada con 5,000 alumnos tenían un auto parecido.
A
la distancia, por su porte, en coche o a pie, hacía pensar en una despampanante
artista hollywoodiense, sujeto y objeto de adoración y deseo.
Aquilatarla
era asunto que se complicaba en la cercanía. Así como la engalanaban
estilizadas y valiosas joyas, poseía unas desventuradas manías: estiraba
indiferente los resortes de sus sostenes, a la altura de los hombros, de sus
delicados omóplatos o de sus perfectos pechos, y los soltaba produciendo unos
escalofriantes chasquidos que desangraban a la más firme erección. Era tanto como desterrarnos de nuestro estado
contemplativo, con latigazos sobre las niñas de nuestros ojos.
Si
estaba sentada tomando clases, cruzaba la pierna y no cesaba de rascarse la
cabeza con bermellones uñas que salían de sus manos de mármol. Nos atormentaba la duda: ¿habría liendres en
su sureña mansión de caoba?
Solitaria,
difícilmente se dignaba platicar con nosotros, dándonos trato de inermes como
mancos sauces llorones, emergentes entre la neblina de los pantanos. Ni
siquiera lo hacía con las jóvenes de su edad, acaso por no tener su alcurnia, o
ni siquiera una minucia de sus productivos acres. Prefería gastar la saliva necesaria para
mantener una conversación, mascando desde su llegada un vulgar chicle, hasta su
desaparición en el horizonte, con su mascada color índigo al aire, más allá del
Mississippi.
Entraba
al salón como salía, sin saludar ni decir adiós. ¿O significaban eso los gestos que se le
adivinaban cuando veloz giraba su rostro para ubicar un asiento, claramente
apartado de nosotros?
¿Cómo
no le dieron siquiera un copo de algodón, de los millones de quintales
cultivados en su hacienda algodonera, para suavizar sus modales?
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