Por
Arturo Núñez
Morelos
*Arturo es Consejero del INE Morelos y escritor.
Escucharlo es una invitación a entrecerrar
los ojos y dejarme llevar por las olas que mi profesor hace correr en el aire.
En ocasiones son tormentas las que provoca dentro del salón de clases; todas
nosotras, a manera de sirenas encantadas por un Ulises con lentes que llega hasta
las rocas donde cantamos el final de una adolescencia desquiciante, generamos
un calor que nos hace movernos inquietas en el aula, mientras los chicos
aprenden del maestro a poner ese matiz en las palabras capaz de mover a
insurrecciones épicas. Embebidas, soñamos en convertirnos en la consentida del
profesor, pasar la lista de asistencia, ayudarle a organizar los materiales de
trabajo, traer su café y, si fuera posible, masajearle los hombros, el trapecio
y el cuello, para insuflarle la energía que gasta tratando de generar
conexiones sinápticas en nuestros cerebros presos de los complots digitales.
La
verdad es que yo, como muchas otras, reviento por las ganas de acariciarle otros
músculos que en la clase de anatomía me han resultado más interesantes y dignos
de ser acariciados, pero no veo la manera. Aunque mi imaginación es por
completo indecente y trotamundos, mi conducta aún muestra el pudor necesario que
me da una imagen suficientemente decorosa para no ser tachada de piruja, como
Magda, la Batidora, o Tita, la del
601, apodada la Pájara no por cantar
bonito, sino por andar de rama en rama; con decirles que nadie entiende cómo
aprobó Física y Temas Selectos de Matemáticas con nueve, ella, que fue
bendecida por apenas dos neuronas que además están peleadas a muerte.
Mi
indecencia es distinta, lo sé; poética, incluso. Si alguna vez me acostara con
mi profesor de Historia del Arte (que Dios y los santos lo permitan, lo toleren
y lo perdonen), será para escribir una página de belleza en la corta historia
de mi vida. Porque es por él que ahora escribo tan lindo, como dicen mis
compañeras; por él que me he vuelto íntima amiga de los libros, los museos, el
teatro y la poesía. Si no pasara nada entre nosotros sería como no cerrar un
círculo en mi existencia. Y en la vida hay que cerrar círculos, me lo ha dicho
mi tía, psicóloga sin título que da consejos a diestra y siniestra.
Debo
armar un plan. Dentro de tres meses terminaremos la prepa y me quedaré sin
oportunidades, porque no creo que mi maestro, con todo y lo maduro que dice
ser, resista los embates de algunas lagartonas, profesoras o alumnas, que se le echan encima desde que nos contó de
su divorcio hace unos meses. A la que menos soporto es a la Batidora, quien
mueve sus caderas de lado a lado cuando se le arrima y deja sus pechos talla
cuarenta tan cerca de la boca de mi pobre maestro, que ha de sufrir horrores
tragando la saliva que esos espantosos volcanes le hacen segregar. Qué
diferencia con los míos, de proporción justa para qué él los abarque con sus
manos.
Hay
una dificultad mayor y es la que más me acongoja: soy virgen. Nadie cree que a trece días de cumplir los
dieciocho aún me conserve nueva, como dice mi abuelita; pero es cierto, ¡lo
juro por Atenea! El único que con sus manos indagó alguna vez el bosquecillo
que tanto resguardo, fue el idiota de Carlos; bueno, ahora sé que es un idiota,
no aquella vez que me sedujo estúpidamente con su mirada de ángel. De haber
sabido que la transparencia de sus ojos era equivalente a la de su cerebro, no hubiera
estado a punto de entregarme a él dentro de su auto. Me negué y se ofendió;
claro, él no buscaba otra cosa. Lo bueno fue que coincidió con el final de
semestre. La noticia de sus seis materias reprobadas me bajó la fiebre que me
provocaban sus ojos y sus nalgas; otro poco y mi cuerpecito ya sería camino
explorado. Vuelvo a lo de mi inexperiencia: ¿qué haría yo con un hombre de
mundo que ha probado y aprendido de todo? Dicen que el amor es sabio y el
instinto más, pero cómo me gustaría que, además de saber dar besos de lengüita,
tuviera yo cierto entrenamiento. Me siento tentada a pedirle unas clases a la
Pájara, con lo mucho que habrá aprendido con el depravado profesor de Física.
En fin, ya me las arreglaré.
Ayer
me vio de una manera que me sonrojó toda, hasta las uñas. Fue cuando me devolvió
mi trabajo sobre la arquitectura renacentista. En la portada puse el Soneto a Laura, de Petrarca. Al momento
de entregármelo leyó en voz alta los últimos tres versos alternando su mirada
entre el papel y mis ojos: Llorando grito
y el dolor transito; muerte y vida me dan igual desvelo; por vos estoy, Señora,
en este estado. Se me aflojó todo: la lengua, las piernas, las manos, las
pantaletas. Las dos tontas que se sientan frente al escritorio se rieron de lo
lindo. Bonito trabajo, agregó. Apenas pude decir: Gracias… profesor. Caminé
hacia mi asiento como si me moviera dentro de un pantano; al llegar, mi cuerpo
entero se esfumó dentro del uniforme. Al final de la clase pasó a mí lado, dejó
pegados sus ojos en los míos y los traje a casa. Me persiguen a toda hora y por
cualquier lugar, bajan hasta mi pecho y lo incendian, se cuelan en el baño
conmigo, me miran desnuda, sus pestañas me acarician el ombligo y hurgan en
cualquier resquicio de mi anatomía. No puedo más.
Le
escribiré. Enséñame a amarte, aunque sea dentro de cuatro paredes, a gozar
contigo, a sufrir tu ausencia y después a olvidarte; eso le diré con palabras
que nadie le ha dicho. Será mío, de ninguna uniformada más.
Tengo
la cartita en mis manos, al final de la clase se la daré dentro del libro que
me prestó la semana pasada; decírselo con un mensaje por el celular puede ser
riesgoso. Al fin le declaro mi pasión y mi impaciencia. No podrá ser indiferente
al labial que hoy escogí, a mi nuevo corte de pelo, al rímel que le robé a mi
madre. No me importan los dieces en la boleta si antes no me dibuja con sus
dedos un diez en mi espalda desnuda. Ni quiero más sus miradas martirizando mi
piel cuando se marcha.
“Profesor, aquí está el
libro que me prestó; lo disfruté tanto, maestro, tanto”. Se ha sonrojado, pero…
hay un dejo nostálgico en su mirada; ¿será porque en verdad siente algo por mí?
Mañana tendré claridad; las dudas flotarán
durante el recreo como pompas de jabón y las reventaré con mis manos;
los ojos de los demás me serán indiferentes después del receso, y también la
filosofía y los pintores, los escultores y los arquitectos; me quedaré sólo con
él y Petrarca. ¿Por qué tarda tanto el tiempo en ser mañana?
Aquí estoy al fin,
esperándolo, comiendo emparedados de ansiedad sabor a sal y con mis labios
resecos. Hoy tendré su respuesta. Llegará desvelado por haberme imaginado en
sus brazos después de leer la carta, caminará erguido hacia mí con un nuevo
libro en sus manos donde estará guardado su corazón. Dentro estarán escritos el
día y la hora en que me esperará para hacerme suya, el nombre del lugar y puede
ser que hasta el color de las sábanas. Entonces, yo… ¡El timbre! ¡Ha sonado el
timbre! Recorro la distancia que me separa del aula sin sentir el piso sobre el
que camino. Han pasado tres minutos y no llega; tan puntual que ha sido siempre.
Lo veo venir y el corazón se
oprime. Su cara de huevo, amarillenta y agria, me incomoda. ¿Por qué llegó el
prefecto y no mi caballero renacentista? “Jóvenes, guarden silencio todos. De
parte del Director les informo que su maestro Francisco no terminará el
semestre. Mañana hablará con ustedes la Coordinadora Académica para ver de qué
modo siguen trabajando sin él; lo más seguro es que llegue un maestro nuevo que
cubra su asignatura, pero no sabemos cuándo. ¿Alguna pregunta?” Yo quedé muda,
muerta, enterrada. “¿Y por qué se fue el maestro Franz sin avisarnos? Ay, tan
lindo que era”, dijo Magda, batiéndose toda. “Eso no lo sé, sólo supe que se fue a otro estado; a lo mejor
agarró una buena chamba y se tuvo que ir de emergencia. Ya se pueden retirar.
Laurita, mandó con alguien este libro para ti… ¡Laura!”
No soy yo la que coge el
libro en sus manos y camina como zombi hacia la salida; la que llega a su casa
y lee en su recámara un breve mensaje de despedida que acuchilla, y luego se
tiende en la cama, y clava sus ojos en un punto de la pared hasta horadarla; no
soy la que escapa por el orificio tras un horizonte perdido, sin luz y sin
señales para orientarse; la que vuelve hasta su cama, seca, sin llorar, anudada
en un vacío con tentáculos que la oprimen tanto que no puede respirar y no la dejan oír la voz de su madre, lejana
como recuerdo viejo: “¡Laura!... ¡Laura! Te llaman por teléfono.” No soy la que
escucha, porque sé que estoy muerta, virginalmente muerta. “¡Laura! ¿Vas a
contestarle a Pepe o no?”
¿Pepe?... ¿El chico tierno
que me compró palomitas en el cine y me pidió ser su novia? ¿Pepe quiere
revivirme?... “¡Vooooy, mamá!”, le contesto con voz tan débil que apenas
traspasa el umbral de mi recámara.
¿Pepe crecerá algún día y me
hablará de Leonardo da Vinci y Miguel Ángel; del Greco y de Caravaggio?...
¿Conseguirá con los años una mirada profunda como la de…?
“Hola... ¿Pepe?”